Hay una frase que probablemente todos nosotros hemos escuchado alguna vez: “Dios está muerto”.
Fue Nietzsche, un filósofo ateo, quien la dijo.
Él trataba a “Dios” como una idea creada por necesidad, y no como un ser supremo y personal que puede ser conocido; por lo tanto, su famosa frase es en realidad una forma de decir que la creencia sobre Dios había muerto, que “dios” era solo un concepto vacío, incapaz de regir nuestro código moral.
Otro autor, Paul Van Buren, afirma que es la palabra “dios” la que está muerta, la vaciamos cuando la apartamos de su contenido bíblico. Consecuencia de esto es que se ha llegado a ver a la fe como un simple humanismo con una bandera religiosa a la que se le escribe “Jesús” o “Dios”, pero a la que cada quien puede dar el contenido que desee.
Detengámonos a pensar un poco:
¿No tienen ambos autores algo de razón? ¿No estamos “matando” su nombre cuando lo vaciamos de contenido?
Yo creo que sí, porque cuando lo hacemos actuamos como si Dios no existiera.
En la Biblia misma, se nos hace una advertencia de no usar mal el nombre de Dios. Uno de los 10 mandamientos dice:
No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano; porque no dará por inocente Jehová al que tomase su nombre en vano. (RVR1960)
Otra versión dice:
No hagas mal uso del nombre del Señor tu Dios, pues él no dejará sin castigo al que use mal su nombre. Éxodo 20:7 (DHHD)
Entonces, ¿Cuál es el uso correcto que debemos darle a su nombre?
Usamos bien su nombre cuando somos fieles a lo que él nos reveló de sí mismo. Dios no solo nos da su nombre, él lo llena de contenido a lo largo de toda la Biblia.
No tenemos necesidad de estar fantaseando sobre quién es él, lo conocemos cuando leemos su Palabra.
Miremos un momento desde la perspectiva de los primeros receptores de este mensaje:
El pueblo de Israel estaba en una transición, había pasado 430 años en Egipto (Éxodo 12:40) y al salir de allí comenzaba su vida como nación. El pacto de Dios hecho a sus antepasados se estaba cumpliendo ante sus ojos.
Pasados 3 meses de su salida de Egipto se dirigieron al monte Sinaí (Éxodo 19:1), donde permanecieron 1 año, y recibieron los 10 mandamientos y otras leyes que formarían parte de su identidad como nación y debían regir su vida.
Cuando Dios les entregó la ley, recalcó que era él mismo quien la entregaba. Les dijo: “Yo soy el Señor tu Dios, que te sacó de Egipto, donde eras esclavo” (Éxodo 20:2)
Por lo tanto, la ley que Dios entregó estaba sustentada por su nombre mismo y la identidad de Israel debía estar sujeta a eso. Mientras ellos lo recordaran, cumplirla no sería una carga sino una muestra de gratitud.
Tenemos un principio aquí: Cuando no recordamos quién es Dios y lo que él ha hecho, somos propensos a tomar su nombre en vano.
Si yo creo en Dios, debo ser responsable de mantenerme cercana a lo que él dice de sí mismo en su Palabra. La leeré, estudiaré, meditaré y de ese modo permitiré que su presencia me dé identidad y sea realidad en mi vida.
Así como la identidad de Israel como nación descansaba en el hecho de que Dios los había rescatado y por tanto le pertenecían, nuestra identidad también viene de Dios y del rescate que pagó por nosotros.
Recordemos quien es Dios, y difícilmente podremos usar su nombre en vano.
¡Dios está vivo! Vivamos de acuerdo a eso.